lunes, 18 de junio de 2012

Ser feliz no es tan difícil


Comparto ese placer enorme de mostrarle a la gente que uno quiere la música, los libros, los lugares que uno ama. Lugares que en esta ciudad encuentro pocos, pero encuentro. Caminar tranquilamente en la Vereda del Lago una noche con suave brisa lacustre, curioseando en cada paso los collares de cuero de los artesanos y su multiplicidad de corazones rotos de metal que proliferan en cada puesto y gustan a los jóvenes, ser testigos de las rebatiñas amables entre los vendedores y darse al goce nunca disimulado de oír con ganas las conversaciones de los otros paseantes.

A veces ocurre la grata sorpresa de caminar sintiendo, cada vez más cerca, los melodiosos acordes de un dúo de violinistas tocando una Ronda a la Turca de Mozart o La Petite Fleur, esa legendaria pieza de Sidney Bechet que penetra oídos y emociones y alegrías por igual... entonces la caminata se convierte en un trote quieto y agradecido, muy cerca de los músicos ambulantes que han encontrado entre los trotadores nocturnos de la Vereda, un espacio ideal para promocionarse. La noche se detiene y uno no quiere que acabe la música, uno quiere prolongar esa paz obsequiada por los acordes de los violinistas a orillas del lago, y claro que le compras el CD que te ofrecen con la esperanza siempre de que al otro día, al regresar, estén solitarios, sonando otra vez y tú y otros cuantos más, deteniendo el paso y haciéndoles auditorio. Pararnos por el solo gusto que nos produce estar en un momento y un lugar donde todos somos desconocidos y a todos nos une el amor por esa música.

Hay noches, hay mañanas de mayo y de junio que son un verdadero deleite al pasar junto a los taparos en flor y descubrir con admiración genuina el aroma embriagante, sutil de sus flores como si esa maravilla milenaria no fuera a repetirse nunca más. Esa suave fragancia se queda contigo, te acompaña por semanas, y compensa tener que soportar el calor cuajado, denso, antipático, fatigoso, húmedo, eterno, pegajoso de esta Maracaibo con su única y exclusiva estación de vaporones. 

Pasear tranquilamente con un amigo por las calles de cualquier ciudad es uno de los placeres que uno mas quisiera disfrutar, un placer escasamente permitido en Maracaibo. Por la inseguridad, por el calor sofocante, por el sol que te ciega y te obliga a cerrar los ojos para mirar. Porque sus calles no fueron diseñadas para la caminata. Pero aún así, cuando se camina a orillas del lago de Maracaibo, en la Vereda, despreocupados y sin negarnos a los pequeños asombros, nos damos cuenta que hay placeres al alcance de cualquiera que sepa disfrutarlos.

Y se disfrutan el paseo y sus conversaciones clandestinas, los ratos compartidos y los gustos comunes, el jugo y las diferencias de criterio, el caer en cuenta en los que nos une antes de aquello mínimo que nos separa. Y es maravilloso darnos cuenta, en esos pequeños placeres, que ser feliz no es tan difícil.

Laura Fernández






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