martes, 26 de junio de 2012

El conjuro de los abuelos wayuu


El calendario puede ser el enemigo de la memoria viva. Contra eso, tiene el guajiro algunos rituales centenarios, con los que intenta engañar el paso del tiempo en su vida o impedir que su pasado se borre ante el avance de lo nuevo.


Pasan los años, en el tiempo se diluye el recuerdo de los familiares fallecidos. Hay quienes prefieren no recordar, otros a quienes les ha empezado a fallar la memoria, pero hay, en mi familia, un dúo que jamás olvida sus muertos: mañana mi madre y padre irán al cementerio a tributar el recuerdo de su hijo fallecido. Días antes lo regaron con abundante agua para aplacar las insumisas arenas en ese trozo de desierto guajiro, limpiaron y llevaron unas flores al mausoleo que se construyó en el 2008 y en el viejo ranchón donde han tejido un nuevo techo de enea y palmas, nos reuniremos la familia toda: abuelos, tíos, hermanos, primos, hijos, nietos. Ricos y  pobres. Los modernos y los costumbristas.


Cada uno pondrá a un lado de la lápida flores recién compradas o la comida que más le gustaba, prenderá una vela y en silencio pasarán varios minutos cerquita del mármol que lo oculta, como si estuvieran mirando sus ojos o escuchando uno de sus chistes. Después, vendrá el almuerzo. Suculento siempre. Pero el prodigio mayor de este ritual, es que entre las costumbres ancestrales de mis padres y la modernidad que persiguen sus nietos vista en sus ropas y calzados, en el teléfono móvil del que no se desprenden, los adultos y los más pequeños conservan todavía en su corazón la nostalgia de las costumbres aprendidas de sus abuelos. Y en ese acto repetido se renueva la tradición tanto como la memoria.


A pesar de los peros iniciales de los muchachos para ir al cementerio, a pesar del calor que ese domingo debe rondar los 40 bajo sombra, del estrépito y rabia que producen los muchos huecos del camino de Maracaibo a Camama,  de esas carreteras angostas que a medida que te alejas de la ciudad y te acercas a la Guajira se hacen más angostas y el asfalto se pierde hasta quedarse en trochas de granzón y arena,  de las incansables comisiones de soldados o guardias, fúsil en mano, mirándote como si fueras un sospechoso unos, otros confundidos, con esa mezcla de temor, de respeto y fastidio, de “no sé si dejarte seguir o pararte y pedirte papeles”, uno va reconociendo a cada vuelta de rueda los sitios familiares de la infancia,  esos lugares y tiempo donde de modo inolvidable una vez llegamos a ser las personas más libres y felices del planeta.


En esa reunión familiar, en el lugar más inesperado para el común de la gente, en los relatos oídos de labios de los más viejos, en el almuerzo compartido bajo el sol templado de las 2 de la tarde, recorremos sin saberlo los mismos caminos y vivencias que siglos atrás transitaron otros, familiares todos. ¿Una reafirmación de la identidad local ante la modernidad?. Un acto, no sé si consciente, de resistencia, quizás, de irreverencia cultural.


Hace tiempo, suelo creerlo así, que los wayuu inventaron el conjuro de unos abuelos que heredan tradiciones y relatos a sus nietos, para que a su manera ellos los repitan cuando se hagan de una mecedora en los que han de cobijar su vejez y sus recuerdos. Y los nietos de sus nietos oirán estas mismas historias, y las repetirán para otras generaciones. Y los guajiros seguiremos soñando la derrota del calendario o por lo menos habremos intentado no convertirlo  en enemigo de la memoria viva. 




Laura Fernández

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