Ir por la calle, una tarde cualquiera, mirando la gente pasar de regreso a casa, y encontrarme un libro
dejado en la acera. Solitario, prometedor, lleno de sorpresas, historias y mundos que no
son los mios, y entre sus páginas
recordar que el olvido no puede ser mi único amor correspondido.
Toda música está llena de historias. Hasta la mala música
tiene sus buenos recuerdos o recuerdos que surgieron como una epifanía en la niñez.
Eso es para mi “Margarita”, una guaracha
bailable y muy popular de los Master´s en los 70.
Recuerdo la pieza en la rocola que había en la tienda de mis
padres, pero mi evocación más nítida me llega de la casa de Denis, “La Negrita”,
una colombiana tan oscura como la noche espesa y cuyo rostro siempre me dio la
impresión que era un mármol que el tiempo no lograría alterar. Estaba como a 300 metros de la nuestra en El Tigre,
un caserío con carreteras de arena compactas por el paso de los camiones,
dedicado a la siembra de maíz y pajales para el ganado, sin luz eléctrica y
absolutamente pacífico y hasta inocente. En la época de cosecha, a comienzos de los 70, llegaban al caserío cientos
de trabajadores colombianos a recoger el maíz de los campos, desgranarlo y
ensacarlo y otros a espantar la maná de pájaros que en una noche eran capaces
de desaparecer un campo de 20 hectáreas. Casi todos jóvenes, flacos pero
fuertes, entre 18 y 30 años. Casi siempre llegaban sin mujer, después de una semana andaban desesperados
caminando como zombies doblados en las esquinas de la noche.
La Negrita tenía una casa pequeñita de barro y madera con
techos de enea y un cuartico que alquilaba. Allí fumaba el tabaco, adivinaba el
futuro en las borras de café o en la palma de las manos de los más incautos, a
hombres y mujeres les hablaba de “ercitos, ércitos, muchos ercitos”, daba pócimas contra
el desamor y, a las mujeres engañadas las rociaba con aguas de hierbas que
decía haber aprendido a preparar en las calles de Cartagena de viejos libros
franceses y perfumes baratos comprados en la tienda de mamá mientras les juraba
que con esos bálsamos sus hombres quedaban condenados a morir de amor por ellas,
también leía las cartas con predicciones pocas veces acertadas, donde si nunca se equivocó, cuando la consultaban, era en señalar quién era el ladrón de algo desaparecido en el caserío. Por eso se hizo también famosa. No sé cuando ocurrió, pero era una preadolescente cuando las
parrandas nocturnas en casa de Denis, se convirtieron en la fantasía más
poderosa y recurrente del caserío. Era la
conversación puntual y cómplice de becerreros, lecheros y cosechadores en los potreros deseando
apurar las horas, ver llegar de nuevo la noche, no para el descanso, sino para
regresar a los placeres de casa de La Negrita. La pesadilla de las mujeres “decentes” en las
cocinas de leña, aturdidas al mediodía con los cuentos que corrían sobre aquel antro que
estaba embrujando a los hombres, recelosas de que a sus maridos les diera por averiguar que hacia tan feliz a sus trabajadores en casa de Denis. Era el deseo descarado
en los ojos brillosos de los muchachos de 14, 16 años cuando se reían en
silencio en la tienda y una, largirucha, flaquísima, sin gracia e invisible,
los espiaba detrás del mostrador, envidiosa y desconcertada. Para nosotros, mis hermanos y para mí, era un
misterio fascinante que queríamos desvelar. ¿Por qué todos sueñan en el día con
ir a casa de la Negrita? ¿Qué hay allí? ¿Qué manjares ofrece a esos hombres que
los mantiene despiertos, alegres, entusiastas durante aquellas jornadas calurosas a
pleno sol?
Una tarde estaba sentada en la vieja capilla construida por
mis padres en tributo a sus santos queridos: San Benito y José Gregorio
Hernández. A uno lo sacaban a bailar y bañaban en ron para que intercediera
ante la diosa lluvia y ésta regara los sembradíos, y al otro lo invocaban para
alejar enfermedades y penurias. Era enero y vi venir desde el fondo del patio,
de los potreros, a una morena de 16 años quizás, alta, de hermoso pelo negro enmarañado
sobre sus hombros robustos, caminaba descalza y con un vestido corto que
descubría sus piernas regordetas, pasada en kilos y sin embargo terriblemente
atractiva. Tenía unos ojos almendrados que daban a su rostro la ferocidad de
una pantera y supe luego que también tenía un corazón grande y una magnífica
vocación para los amores de una semana. Con su cuerpo rollizo se movía sin
complejos, como una fiera salvaje en reposo consciente del poder que posee…Me miró
un rato, en silencio. “Soy Margarita, sobrina de Denis, llegué hace dos semanas”.
Silencio. “¿Nunca has ido a las fiestas?”. “No”. “¿Por qué?. “No me dejan”. Me
miró una vez más, largo. Recorrió mi
cuerpo y soltó sin más: “Lástima, con tu color y tus ojos que no haría yo”!!!
Margarita era una de las mujeres que una noche trajo Denis hasta su
casa cuando comprobó que aquellos pobres hombres alucinados necesitaban calmar
el fragor de sus ardores antes de enloquecer o echar a perder la tranquilidad
de la aldea. El cuartico que alquilaba no se daba abasto en la temporada de
cosecha de septiembre a marzo. Tuvo que ampliar la enrramada de baile y
construir nuevas habitaciones a toda prisa. De noche, podía oír en el silencio del
campo la música a todo volumen y me desvelaba soñando con asomarme por un agujero para mirar qué
producía toda esa alegría donde los hombres sucumbían a las caricias eventuales
de Margarita y de otras costeñas de amores fáciles. Entre el tumulto desordenado
y alegre de los vallenatos, sonaba siempre esta pieza de los Master´s, “Margarita”, que hoy un amigo me ha recordado en su muro de facebook.
Y yo, aunque no oyera la canción, la reconocía
por los gritos festivos, las carcajadas estruendosas y los cantos feroces de
los hombres entonándola a todo pulmón. En el desorden de aquellas risas que arrimaba la brisa nocturna a mis sentidos
y la claridad que ofrecía el día de ver crecer nuevos cuarticos en la casa de
Denis, entendí que a mi aldea habían llegado sus primeras prostitutas. Y
Margarita, fue su reina.