viernes, 6 de mayo de 2011

Los placeres de la envidia


Eduardo Sánchez Rugeles, escritor caraqueño ganador del premio hispanoamericano de Literatura Arturo Uslar Pietri, 2010, nos anuncia la reedición de "Blue Label/Etiqueta Azul, novela con la que obtuvo este premio, el proximo lanzamiento de una nueva novela, Umpluged Transilvania y la edición de las crónicas "Los Desterrados", filosos e inquietantes ficciones sobre venezolanos que han dejado el país acosados por la desesperanza, la injusticia o la mediocridad cultural, política y moral de Venezuela.

La noticia me llevó de inmediato a refrescar la deliciosa crónica publicada por el también escritor Federico Vega, sobre las envidias y placeres que se produce en ellos en torno a la creación ajena cuando ésta es una maravilla que hubiesen querido ellos escribir. Es la envidia que le causó este libro y su autor. Una confesión que transita por sus penas, lo lleva a hacerse comparaciones entre lo que literariamente hace Rugeles y lo que él nunca ha podido, para finalmente admitir solo reconociendo públicamente sus celos consigue la única y verdadera terapia para conjurar esa placentera desazón

Etiqueta Azul, dice, es asistir con placer a "ese festín de libertad, a esa arriesgada travesía que mantiene un ritmo trepidante y magnífico a través de tantas cercanías".

Aquí la comparto.

Arte y Espectáculos 15 Ago 2010 | 01:07 pm -
Por Federico Vegas
Los placeres de la envidia

El escritor Federico Vegas se sumerge en el arte de leer y de envidiar la creación ajena. Un viaje por mares literarios de otros continentes que aterriza en el aquí y el ahora de una novela muy caraqueña


D ice un amigo: "Te acuerdas cuando el verano era mirar culos en Morrocoy". Es un falso juego de palabras: lo que para estudiantes de otras tierras era "el verano", para nosotros, habitantes de una ciudad donde se alternan sin grandes extremos la lluvia y el sol, el frío y el calor, era simplemente una vacación más distendida.

Aclarado ese punto, debo decir que mi amigo tiene razón en lo fundamental, pues sí hubo un tiempo muy focalizado en la búsqueda de lo carnal; una actitud dada a cuantificar los aciertos hacia una meta insaciable, y con la irresponsabilidad de vivir en un tiempo que jurábamos infinito. Éramos tan inmediatos, tan actuales, tan urgentes.

En esta nueva vacación de verano (la número sesenta), ya sin las carencias y cacerías de entonces, me he dedicado a ver libros; y digo ver, y no leer, porque compro muchos y leo pocos. Me gusta tenerlos a mi lado, regados por la cama como una colcha de retazos. Disfruto hasta de tropezar mientras duermo lo que, quizás, nunca terminaré de leer. Es como el garbanzo en el colchón de la princesa, con la diferencia de que esa molestia en las costillas hace mis sueños más estimulantes.

Hasta ahora he leído sólo tres de un par de docenas: La incomparable, divertida y asombrosa vida de Paco Vera, una entrevista a Don Paco realizada por Ramón Hernández; Verano de J. M. Coetzee y Blue Label de Eduardo Sánchez Rugeles. Conversaciones con Picasso de Brassai, viene en camino.

Antes de contarles cuánto he disfrutado estas lecturas, debo hacer una aclaratoria: creo que la literatura empieza por casa, y allí la diosa que manda y vigila es la envidia. No hay sentimiento más indicativo y, además, tiene su lógica: en la casa de la literatura venezolana ciertamente hay pocos lectores para repartir.

Esto explica ciertas erupciones de envidia hacia mis colegas. Cuando Alberto Barrera se ganó el Premio Herralde me dieron convulsiones y llegué a la fiesta de la celebración con sonrisa de epiléptico. La única cura que conozco es la más psicoterapéutica: confesarlo en alta e inteligible voz. Con Salvador Fleján, utilicé otro método para calmar mi asombro ante la sagacidad de sus cuentos: me ofrecí a ayudarlo a transformar su Ovnibus en el libreto para una película. Aún creo que sería un éxito de taquilla, y, con ese ofrecimiento y esa esperanza, mi envidia se ha ido diluyendo. Lo que siento por Francisco Suniaga es un caso sin remedio; me calmo pensando que se trata de un "natural" y que es trampa narrar cuando resulta tan fácil. Espero que nunca me cuente de esfuerzos y borradores abandonados.

Aunque el caso no es tan grave, pues la envidia puede ser deliciosa cuando apunta a un buen amigo. Parte de lo peor de uno y, con un poco de suerte, franqueza y buena voluntad, llega a nuestros mejores sentimientos.

Este tránsito de la mezquindad a la amistad generosa nos da un buen mapa de nuestros más ocultos circuitos.

Frente a Paco Vera me defiendo con la barrera del tiempo. Él tiene más de noventa. Treinta años de diferencia son muchos y me permiten suponerlo viviendo en otra época, o en todas las épocas. Tres fragmentos de su libro explican ese sabor inmemorial, tan saludable: "Hay tres formas de arruinarse: el juego, las mujeres y la agricultura. La primera es la más rápida, la segunda la más sabrosa y la tercera la más segura.

Pasé de niño prodigio a viejo prodigio sin tener una etapa de madurez.

Para gobernar es menester, primero, ser muy bruto; segundo, dar muchos palos, y tercero, estar convencido de tener la razón. Acerca del mando nada digo porque perros y caballos es lo único que he logrado que me obedezcan; pero tocante a creencias, si he pensado siempre que el enemigo de la verdad no es el error sino la convicción".

Lograr una reflexión semejante requeriría recordar frases que le he oído y no ha publicado. Ya más de una vez copié una de sus salidas y crucé los dedos.

Frente a Coetzee es fácil esquivar la envidia. La fobia a las culebras requiere la remota posibilidad de tropezarlas y él está tan lejos, tan remoto, tan fuera de competencia, que podemos aprender sus lecciones en cuerda paz. Verano es una autobiografía del Coetzee treintañero, con una variante interesantísima: se supone que el escritor ya está muerto y el libro lo arma su biógrafo a través de una serie de entrevistas a las mujeres que lo amaron. O trataron de amarlo, porque dos novias insisten en que tenía alma de madera; lo que viene a ser, como ya he explicado, un juicio del propio escritor. ¡Qué manera de autoexaminarse! Brassai y Picasso están blindados, y apenas voy por la página 32.

El caso más preocupante (o la envidia más estremecedora) en esta visita a la casa de nuestros libros, es el vecino más próximo de los cuatro: Eduardo Sánchez Rugeles. Nuestra diferencia de edad también anda por los treinta años, pero hacia atrás. Decir que mi futuro es el pasado de Paco, y mi pasado el futuro de Eduardo, es bastante pretencioso, pero así lo siento y me gusta tener en Paco alguien que me jala y en Eduardo alguien que me empuja. Con esta ecuación nos vamos acercando a la condición esencial que suele prevalecer en una misma casa: la proximidad. Y esto es lo que más admiro y envidio de la novela de Sánchez Rugeles, Blue Label: el arte de exponenciar y dominar los riesgos de la proximidad.

Una de las relaciones más difíciles en una novela es la que establece el autor con el aquí y el ahora de su narración, el dónde y el cuándo de lo narrado. Según Javier Marías lo que más atormenta a los espectros en su vagar por los espacios es el exceso de detalles: "La representación de lo que vivimos y apenas nos hizo mella cuando fuimos mortales se aparece ahora con el elemento horrendo de que todo tiene significación y peso". Estos espectros de Marías le recuerdan al escritor la necesidad de perspectiva, de filtros e instancias que le permitan relacionarse con el tiempo abrumador y el espacio sin mesura que ya ha vivido y pretende revivir. Hemingway recomendaba al novelista jamás utilizar de escenario a la ciudad donde vivía: "Si estás en París cuenta de Barcelona, y si estás en Barcelona de Madrid".

La razón es obvia, para escribir --lo que equivale a ser un competente fantasma-- hace falta abstraerse.

Cabrujas decía que en las primeras películas venezolanas el público se dedicaba a reconocer lugares de Caracas: "¡Mira, las torres del Centro Simón Bolívar! ¡La plaza Bolívar". Aceptar la propia realidad como digna del arte no es fácil, tiene su proceso, su iniciación. Blue Label es un acelerador, una enzima irreverente que rompe convencionalismos. Sus estrategias me atañen: Eduardo Sánchez Rugeles nos cuenta de Caracas desde Madrid, donde escribió buena parte de su novela; hasta aquí la receta es clásica, pues mantiene una cierta distancia, pero el tiempo de lo que narra está peligrosamente cerca del escritor. Se basa en historias de sus alumnos, a los que llevaba poco más de diez años, apenas un instante.

Yo huyo del presente, me alejo tanto como puedo. Eduardo lo acaricia y juega a placer con las referencias temporales.

A mí me costó mucho introducir nombres de lugares caraqueños en mis cuentos. Algún lector me dijo que destruían la magia, la universalidad de la ficción. Eugenia Blanc, la protagonista de Blue Label, va al corazón del problema: "Mi geografía urbana es bastante limitada. No conozco el centro ni me interesa conocerlo". A partir de esta liberación va detallando con fruición lo que sí conoce.

Mi promedio de groserías es de un coño por cuento. Sánchez Rugeles usa mi ración de una vida en un solo capítulo y hasta analiza, a fondo, las contradictorias variantes de una que está en boga, el ambiguo "güevón". La tesis: "Los jóvenes hoy en día hablan así", suena antropológica, pero el flujo funciona dentro de sus propias leyes y terminamos aceptando su procaz vendaval como una música genuina.

Cuando intento escribir como una mujer hago grandes esfuerzos por sonar femenina e inteligente. Sánchez Rugeles escribe como una joven que habla como un hombre, lo que, a su vez, hacen todas las jóvenes caraqueñas. ¿Cuál es su secreto? Quizás no hacer ningún esfuerzo en distinguir los léxicos, las cadencias; o lograr que no se note. La hipótesis es divertida: cuando Eugenia Blanc se expresa como un hombre, las lectoras femeninas celebran con un "¡Por fin!" su autenticidad.

Tiendo a aplacar las descripciones sexuales para que nadie suponga que me ando vanagloriando de retruque. Eugenia y Luis Tévez logran once fornicaciones, o una sola sesión indivisible y prodigiosa, si consideramos que la tanda ocurrió en una sola noche. Ya quisiera Coetzee que alguna de sus mujeres hablara de casi una docena de orgasmos en "alta definición y otros en 3D", lo que equivale, si hay algo de álter ego en Luis, a un desparpajo autobiográfico.

En mis narraciones no logro pasar del año 1998. Mis miedos literarios ante el chavismo son peores que los políticos.

Siento que hay algo invasivo, reiterativo, que sería capaz de causarle gastritis a los personajes y caricaturizar el drama con un pastoso aire de protesta y estancamiento. Sánchez Rugeles le pasa por encima al presente con tanta destreza y puntería que llega al 2020 con un parco reporte de Eugenia sobre su padre: "Alfonso, enriquecido con el chavismo, cayó en desgracia con el nuevo gobierno. Creo, incluso, que lo metieron preso".

Hasta aquí mis penas, mis comparaciones, mi terapia.

Ahora puedo confesar el inmenso placer de haber asistido a ese festín de libertad, a esa arriesgada travesía que mantiene un ritmo trepidante y magnífico a través de tantas cercanías. Todo lo nuestro será más fácil de entender y aceptar gracias a Blue Label.

¿Qué sucederá con todas estas proximidades en ese 2020 que me encontrará algo más viejo? Creo que continuarán siendo igual de cálidas y valientes, de urgentes y actuales. Y estarán además acompañadas de otras novelas del mismo padre, a quien quiero considerar un hermano en esta casa de afanosas búsquedas y taimados encuentros.

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