viernes, 30 de abril de 2010

Paul Auster, regresa la magia del azar

Entre los devotos de Auster, no eran pocos los que habían perdido la fe en que el autor de “El cuaderno rojo”, metido en una espiral de sobreproducción literaria y fallidas excursiones cinematográficas, recuperara el toque, el duende que condujo a que Brooklyn bautizara con su nombre uno de los días del año. Pero su última novela, “Invisible” (Anagrama/Ed. 62), supone un regreso en plena forma y la constatación de que le quedan caminos narrativos por explorar.

Texto: Antonio Lozano Foto: Jean-Christian Boucart

Ser muy consciente de que, conspirando entre sus capas rutinarias y lineales, la vida se guarda ases en la manga, hirviendo en su epicentro sucesos inexplicables, curiosidades asombrosas y caprichos del azar, es lo que ha hecho grande a Paul Auster (Nueva Jersey, 1947). Aferrándose a experiencias personales que encajarían con mayor suavidad en el ámbito de la ficción -un rayo que segó la vida de un compañero de campamento que le antecedía a la hora de cruzar una verja; recibir en custodia un lote de libros de un tío transhumante (y traductor de Virgilio y Homero); responder a una llamada telefónica confundiéndole con un detective de la agencia Pinkerton…-, el autor ha sustentado su hipnótica obra en el convencimiento de que nuestro primer motor es el hecho fortuito, de que somos producto de una improvisación perpetua, de una potencialidad infinita, retorcida e ingobernable. Alrededor de este principio, a un tiempo perturbador y esperanzador, ha extendido una telaraña de historias fascinantes, cuyo origen siempre sitúa en la caja negra de su cerebro, donde la invención literaria no es más que una pantalla o una posibilidad latente de experiencia real, donde un autoestopista, una piedra mágica, un cómico mudo o un cuaderno han ejercido de interruptores que activan aventuras metafísicas hacia ese misterio indescifrable que se llama ser humano.

Carecer de un lápiz para que su ídolo de béisbol Willie May le estampara un autógrafo y leer a Dostoievski son dos novelescas hipótesis que siempre le ha gustado barajar para explicar su dedicación a la escritura. Su desesperada trayectoria profesional antes de la consagración no encierra mayores secretos, pues él mismo ha practicado la confesión catárquica en La invención de la soledad(en la que la muerte del padre coincide con el despegue creativo y sirve de salvación económica) y A salto de mata (donde, recordándonos al protagonista de Hambre de su admirado Hamsun, evoca su angustiosa relación con el dinero, que le condujo a ser grumete en un petrolero que cruzaba el Golfo de México, a ejercer de negro literario, a cuidar de una finca, a emplearse como telefonista en la sede parisina del The New York Times).

El revés que comportó suspender el examen de acceso a la Academia de Cinematografía de París se vio paliado, en parte, por el profundo amor hacia la literatura francesa surgido de su labor de traductor de Du Bouchet, Mallarmé, Sartre y Simenon, entre otros (faceta que pesó en el jurado que lo nombró Chevalier de L´Ordre des Arts et des Lettres). Tras una corta etapa como profesor de escritura creativa en Princeton y diecisiete sellos rechazando el manuscrito de Ciudad de cristal, se lo jugó todo a que viviría exclusivamente de sus libros o perecería en el intento. Y lo consiguió: 1) componiendo personajes con fracturas profundas a los que la vida viene a rescatar para conducirlos por carreteras secundarias, donde la locura y la perdición amenazan en cada esquina, donde la extrañeza es la norma, pero al final de las cuales aguarda una expiación (El libro de las ilusiones, La noche del oráculo, Brooklyn Follies); 2) bebiendo de la mitomanía yanqui (el primer alunizaje está presente en El Palacio de la Luna; la protesta anti Vietnam recorre Leviatán; los felices años 1920 y la Gran Depresión sirven de marco a Mr. Vértigo…); y 3) convirtiendo Brooklyn (su guarida junto a su esposa, la escritora Siri Hutsvedt, y su preciosa hija, la bisoña cantante y actriz Sophie, amén de cantera inspiradora) en escenario donde providencia y drama se fusionan con la naturalidad con que el día cede paso a la noche.

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