viernes, 9 de abril de 2010

La marca del buen burgués


Héctor Abad Faciolince: El otro día me pillé a mí mismo en la tonta ensoñación de hacer un préstamo y comprarme un carro mejor.

">Por Héctor Abad Faciolinc | 6 de Abril, 2010
Tomado de Prodavinci




Vi una revista de El Espectador, me dejé seducir por la publicidad, me hablaron de “año de oro para adquirir vehículo por la revaluación del peso”, y de repente yo ya estaba montado en una cosa importada, de doble tracción, con aire acondicionado, air bags, GPS y frenos no sé qué. Por suerte el tema del carro me lleva siempre a pensar en un antepasado y en un descendiente que, frente a eso, han pensado con mucha más independencia y sensatez que yo.

Cuando mi padre, ya un señor cuarentón, alcanzó a realizar ese sueño pequeño burgués de tener carro propio, al cabo de una semana de ir a la oficina en automóvil particular, le confesó a mi madre: “¡Ay, tengo una nostalgia del bus!”. Y prefirió cederle el armatoste a su esposa, que conducía menos mal que él. Cuando le preguntaban qué marca era el carro que al fin se había comprado, como no lo sabía, contestaba: “rojito”.

Mi hijo ha ido incluso más allá. A pesar de que sus compañeros lo consideran una especie de bicho raro, a los 19 años ha resuelto que no quiere aprender a manejar y que se va a seguir transportando en bicicleta o en bus. De nada ha servido que yo le diga que le pago escuela de conducción para sacar la patente, ni que el carro mío está ahí disponible siempre que él lo quiera usar. No, el joven prefiere no correr el riesgo de pasarse la vida enfermo de culpa por haber matado un peatón en un instante de distracción. Además tiene serias teorías ecológicas sobre el humo de los carros, la contaminación del aire y el calentamiento global. En sánduche entre un hijo y un padre mucho mejores que yo, cada vez que saco el carro me siento como un gusano.

El sábado pasado, por efectos de un aguacero y de la mente puesta en los huevos del gallo de la política nacional, me salí de la carretera y fui a dar contra un barranco. La suspensión quedó despedazada y el chasis torcido, dice el mecánico. Mi cerebro, por efectos del golpe, al fin recapacitó. Y así, por substracción de materia, he vuelto a montar en bus. Es hermoso lo que se ve desde la ventanilla, bajando de La Ceja a Medellín: paisajes que uno nunca mira por ir midiendo las curvas y defendiéndose de los mafiosos al volante, caras que nunca se ven, lluvia que cae, letreros, estaderos, ventorrillos, odiosa publicidad política, árboles centenarios. No tener carro es como viajar para ver otras cosas: el mundo se hace visible cuando uno cambia de hábitos.

No voy a renunciar del todo y para siempre a este símbolo de buen burgués que es siempre el automóvil particular. Es posible, incluso, que algún día me compre uno mejor. A veces es muy cómodo, sobre todo para salir de la ciudad y meterse por una carretera destapada de montaña, hasta un paisaje sublime, con prados y frailejones.
Pero es odioso estar soñando con un carro nuevo y creer que la felicidad consiste en mejorar de marca o de modelo. Dime qué carro quieres y te diré quién eres. Seguiré con mi modelo ya golpeado y maltrecho y trataré de usar más el transporte público, tal como me enseñó mi antepasado y me enseña mi descendiente, ambos más sabios, mucho más sabios que yo.

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