lunes, 9 de noviembre de 2009

!Conmigo no cuenten!


¿Por Colombia? No, no me siento amenazada por ese hermano país. Sí por la inseguridad que me acorrala como un rehén dentro de la casa enrejada por todos sus costados, como las prisiones, recluida en ella desde el anochecer hasta que llegue el rumor de la nueva aurora, con miedo a salir porque temo ser asaltada en el semáforo, que me quiten el carro al salir de la farmacia o del cine o me peguen un tiro por no dejarme atracar.

Amenazada me siento en las noches interrumpidas abruptamente por los disparos que escucho en calles vecinas desde la frágil seguridad que me proporciona mi habitación bajo llave y me dejan desvelada, preguntándome quién habrá sido esta vez la víctima, impotente y sin nada que pueda hacer. Disparos y voces cada vez más cerca, cada vez más ciertos y preocupantes.

Amenazada por los gritos y patrullas que suben colándose por el ventanal del 4to piso de la oficina que ocupo y ni siquiera la altura puede apagar la calle. No hay forma de escabullirse, de no advertirla o, sentirla como si siguiera tus pasos. En la familia todos tenemos, no una, sino muchas historias para contar, somos protagonistas como casi todos los venezolanos de un robo a mano armada, de la violencia de las calles, de los delincuentes que no retroceden. Todos hemos llevado lo nuestro los dos últimos años y cada uno ofrece sus estrategias para preservar los bienes y la vida.

No hay cerca, no hay muro ni protección que detenga la inseguridad. Llega envuelta en un rumor cotidiano y espeso…y siempre cierto, como el disparo seco e inquietante que nos despierta a medianoche. Se hace escalofrío con el aullar de las sirenas a cualquier hora del día tratando de adivinar, entre paralizados y asustados, si será de la policía tras los delincuentes o de la ambulancia trasladando al herido grave que dejan los criminales. Me llega en la llamada telefónica de mi esposo informando que le acaban de secuestrar para robarle el carro y debo buscarle en un monte de La Concepción donde lo dejaron botado; en la voz nerviosa de mi hermana que arrinconada por el susto presenció como golpeaban al hombre de aspecto humilde que caminaba por la calle para despojarlo de su cartera y del poco de dignidad que le quedaba; en la intempestiva visita del vecino pidiendo un teléfono porque le acaban de vaciar su cuenta bancaria tras un secuestro express.

La inseguridad no es una percepción, es una realidad. La morgue habla rotunda y fría todos los lunes.

¿Colombia? No recuerdo que haya sido amenaza nunca. Como hija de la frontera, convivo con ellos desde que nací, y desde entonces hemos mantenido una relación amor-odio, con diferencias pero con más coincidencias en lo que queremos para nuestras vidas y nuestros países.

En esta frontera todos tenemos presente como nuestros campos han prosperado gracias a ellos, como salen cosechas de sus manos trabajadoras y alegres, barrios enteros de Venezuela que bailan sus vallenatos. Qué colapsan los hospitales y escuelas públicas? Seguro, pero también son ellos los hombres y mujeres que junto a los Wayuus construyen casas y levantan edificios, siembran el campo, recogen las cosechas, limpian las calles…son incansables para el trabajo pesado del que huye la mayor parte de los venezolanos.

Y ahora nos invitan a una guerra contra Colombia. Conmigo no cuenten que quiero a ese país y sus gentes como al mío y a mis hermanos. La mayoría de los venezolanos nos sentimos sus hermanos, no sus enemigos. La única arma que empuñamos hacia Colombia es la del afecto, el amor y el reconocernos en ellos…No queremos tambores de guerra ni verbo incendiario, que a veces las palabras son la antesala de los puñales. Si tenemos que levantarnos será para la paz, no la guerra; para la conciliación, no para el conflicto; para el diálogo, no para las armas.

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